De repente, desperté. El silencio embargaba el lugar. Miré a un lado y a otro, intentando saber dónde me encontraba. No recordaba nada y este lugar, no me era familiar. Sin moverme de la cama en la que me encontraba, con gran esfuerzo, retrocedí en mi memoria para buscar alguna pista.
Intenté levantarme, pero mi cuerpo dolorido se resistió, y una terrible punzada en el brazo izquierdo me paralizó. Al instante, mi mente empezó a recordar, era como una serie de diapositivas que se paseaban por mi memoria. Recordé porqué estaba allí: Yo volvía de trabajar, era tarde y estaba empezando a lloviznar. Había tenido un día horrible, lleno de problemas laborales. Estaba deseando llegar a casa, darme una ducha y cenar con mi mujer y mi hijo. Me sentía agotado, exhausto, y sin darme cuenta me salí de la carretera. Al frenar en una curva, el coche se me fue y tuve un accidente, estrellándome contra un muro. Perdí el conocimiento, cuando lo recobré iba en la ambulancia, todo cubierto de sangre.
Al llegar al hospital me llevaron a quirófano. Tenía cristales clavados y magulladuras por todo mi cuerpo. Creo que me rompí un brazo, me anestesiaron para poder operarme de mis heridas. Cuando desperté, estaba metido en una habitación aislada, supongo que, para no infectarme. Aletargado escuché una fuerte explosión. Debido a mi cansancio y a la sedación dormí toda la noche, sin inmutarme por nada.
Me despertó un pellizco de hambre en el estómago y el dolor de las heridas. ¿Cuántas horas había dormido? Llamé a las enfermeras:
—Señoritas, por favor, me duele bastante el brazo y tengo hambre. ¿Puede atenderme alguien? —grité todo lo que pude.
Nadie contestó, de repente me di cuenta que no se escuchaba ningún ruido, todo se hallaba en silencio. Un amargo presentimiento me hizo sentir que no era normal ese silencio. Intrigado me levanté como pude y salí de la habitación. Me quedé sorprendido, no había nadie por ningún lado. ¿Qué había pasado? Llamé a voces a las enfermeras y nadie acudió.
Salí a la calle y solo encontré una ciudad callada, vacía de vida. Giré sobre mí mismo, alcé la voz al cielo, con rabia y preocupación: «¿Alguien me escucha?», grité. Ni una sola respuesta. Noté que el aire era espeso. El cielo que normalmente era azul, se había convertido una atmósfera grisácea que lo cubría todo. Parecía un gas que dificultaba la respiración.
Recordé la explosión que escuché. ¿Por qué un gas letal emanaba ahora de las entrañas de la tierra? ¿Y la gente? ¿Se han contaminados y los han evacuado o estarán muertos?
Me estaba volviendo loco, lleno de dudas y preguntas. Una tristeza enorme invadió mi alma, pensando en mi familia. Seguí andando y no encontré nadie por ningún lado. Estaba solo en aquel maldito lugar, que se había convertido en una ciudad ácida y me había arrancado todo lo que componía mi anterior vida feliz.
¿Por qué a mí no me afectaba esa neblina grisácea, que cubría lo que antes era un cielo despejado y soleado? Malditas guerras nucleares y malditos políticos corruptos, en busca del máximo poder.
Seguí adelante, intentando encontrar algo que me hiciese entender algo. A lo lejos, vi un enorme agujero en la tierra, del que emanaba un humo apestoso que hacía que se me irritaran los ojos.
De pronto, la idea despertó en mi mente, la anestesia me había inmunizado contra aquel virus ácido. ¿Me encontraba solo en aquella maldita ciudad?
Un silencio sepulcral me acompañaba, solo se escuchaba el retumbar de mis propios pasos.
Necesitaba llegar a mi casa y buscar a mi mujer y mi hijo. Seguí caminando en busca de algún superviviente que pudiese ayudarme o explicarme que había pasado. Después de varias horas sin parar, llegué a mi casa, no había nadie. Ahí el miedo se apoderó de mí y empecé a temblar. ¿Dónde estaba mi gente? Aturdido me desplomé en el sofá. Un rato después, sentí un ruido, un motor en marcha, como un resorte salí disparado hacia la puerta.
Era un furgón grande con dos hombres.
—¡Aquí, por favor, ayúdenme! —grité y gesticulé con el brazo sano para llamar su atención.
Los dos hombres llevaban puestas unas máscaras de oxígeno. Se acercaron a mí.
—Eres un superviviente, debes acompañarnos —me dijo uno de ellos.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde vamos? Tengo que buscar a mi mujer y a mi hijo.
—Tenemos orden de evacuar a los supervivientes. Cuando lleguemos a la reserva, tus preguntas serán contestadas.
No volví a preguntar, estaba claro que no iban a disipar mis dudas. Entré en el furgón escoltado por ellos. Tras una hora de camino, llegamos a un edificio grande, compacto, sin ventanas. Una única puerta grande se abrió y pasamos al interior. Me llevaron ante el que parecía ser el jefe.
—Ahora ya formas partes de nuestro equipo —me explicó mirándome a los ojos.
—Señor, no encuentro a mi familia. Necesito saber que ha pasado y donde están. Yo tuve un accidente e ingresé al hospital, cuando he despertado no había nadie. Me siento dolorido, cansado, hambriento y sin fuerzas. ¿Por favor, pueden ayudarme? —le pregunté nervioso y decaído.
—Hace unos días, hubo una explosión. No sabemos si es una bomba nuclear o un ataque de otra galaxia. A muchas personas le dio tiempo de escapar. A los que el ácido los ha matado, los hemos ido evacuando e incinerando para evitar contagios. Mis hombres salen con las máscaras de oxígeno, pero no pueden estar mucho tiempo fuera. Aquí por ahora, estamos a salvo. Han llegado especialistas de la Nasa, están intentando investigar que ha pasado fuera y salvarnos de posibles nuevos atentados. Tú has sido un superviviente. —Y dándome una orden, alzó la voz y me informó—. Como no necesitas máscara, serás el encargado de esta misión.
—Perdone, yo sólo quiero encontrar a mi familia.
—No sé si tu familia está viva o muerta. Eso tendrás que investigarlo tú con el tiempo. Ahora la forma de vida ha cambiado y debemos investigar cómo sobrevivir en estas condiciones. Cuando has llegado me has hecho varias preguntas, pues tú serás el encargado de encontrar ahí fuera las respuestas. —Giró la cabeza hacia un par de hombres y les ordenó—: Llévenlo al laboratorio y que lo preparen para su nueva vida.
Me escoltaron. Al llegar al laboratorio me asombré, era como un quirófano, sentí un escalofrío e intenté escapar, me agarraron y sentí que me inyectaron algo que me fue dejando dormido. Cuando desperté me sentí mejor, no me dolía nada. Un hombre, que descubrí que era ingeniero informático de la Nasa me explicó:
—Te he instalado en tu cabeza, un dispositivo con un pendrive. —Con rapidez me toqué la nuca y pude palpar como una pequeña clavija que sobresalía—. Serás nuestros ojos ahí fuera. Tú memoria ahora es ilimitada, te hemos borrado todos los recuerdos que te causaban tristeza, también todo el dolor. Eres nuestro ciborg de confianza. Saldrás fuera e iras hablando en voz alta todo lo que veas. Te daremos material para que cojas muestras de ese gas. Investigarás si les afecta a las plantas o a las máquinas. Toda la información se guardará en tu programa, al que nosotros podremos acceder. Recibirás órdenes que tendrás que atajar. El futuro de un mundo mejor está en tu cooperación.
Salí fuera, la ciudad estaba vacía, solo se escuchaba el retumbar de mis propios pasos, claro que ahora, era un ciborg, con la importante misión de investigar cómo subsistir en este mundo ácido. Miré a mi alrededor y empecé a vivir mi nueva vida…